Eros, Tánatos y Whatsapp
Pensé que el amor se trataba de la confianza, del vivir el cotidiano a partir de la simpleza de las cosas. Asimilaba la experiencia estética del encuentro real como el pilar de la unión amorosa, del compromiso, de la lealtad, de la energía sumida en las manos entrelazadas y el cariño del cuerpo, rebasado de adoración y ternura.
Imaginaba la calidez celestial de Cupido por medio del compartir, del dialogar desde la nada, desde el respeto fundado en la virtud de la palabra y su escucha recíproca a la hora del café, o en los momentos en los cuales un pasaje existencial detonaba la empatía por el otro, haciendo de las suyas bellamente en las conversaciones matinales junto a la almohada.
Creía que el escuchar música y bailar en estados alterados de conciencia sembraba la luz de lo inmemorial en cada latitud del alma, en cada beso, en cada segmento de pasión y en los sucesos de la carne fundidos en el éxtasis de lo sublime.
Nunca presentí que una barrera espacial y temporal de 90 km podría desmantelar la magnitud del amor. Siempre mi fe se cultivó en su infinito.
Sin embargo, el ser de mis latidos resultó ser una persona de mentalidad alegórica y con un bello hijo. Antecedente no menor a la hora de proyectar la existencia en conjunto. El planificar pasó a ser una utopía, pues cada deseo estaba mediado o, por el imaginario fantástico o, por la responsabilidad de ser madre adscrita a los gustos del hijo. Se borró la idea del viaje, el paseo o la aventura; y pasó a suscitarse en ocasiones la incomodidad, el temor al rechazo, el silencio o el mensaje interior que te conducía a pensar en "mejor no proponer cosa alguna".
Quise construir una familia, una casa. Les invité a mis paisajes, añoré pasar navidades y cumpleaños juntos. Ofrecí heredar gratuitamente un pedazo de mis tierras. Nada resultó... Solo recepcioné los famosos imperativos que te decían "no", y se acompañaban con frases hechas de tipo eufemísticas para disfrazar con sutileza una situación irreversible y dolorosa: "tiempo al tiempo".
No tuve otra opción que resignarme al retiro y comprender que el vivir en casas separadas era la única alternativa.
Paralelamente, desde que nuestros caminos se encontraron en un entrecruce planetario, mi situación laboral cayó en desgracia y el fracaso o la cesantía a destiempo se hizo parte de mi vida.
Interioricé que su hijo adolescente solo pensaba en el balonmano, el gimnasio, su novia, "la play", el reguetón.
Mi ciudad fue mi destino, porque el absurdo kafkiano terminó gobernando lo real (como siempre).
Al pensar asimismo en el Tartarus al que me hube confrontado laboralmente en esos días, recuerdo la puñalada por la espalda que me acometió todo un conglomerado de "la Mirasol", siendo cómplices los mismos supervisores que saludaban con sonrisa hipócrita, fingiendo por momentos comer de mi plato; y mientras hacían ese "teatro del absurdo", alimentaban sus ansias de complot y encerrona, las cuales cercenaron mi vocación y el sentido del yo en la Tierra. Recurrí a varias instancias legales y finalmente SUSESO se pronunció a mi favor. "La Sara" una profesora de lenguaje sin talento (salvo para alimentar la habladuría) y "La Claudia", una inspectora mediocre, no se lo podían creer.
Me enfermé y aún así seguí concibiendo que más allá del desastre laboral, el vínculo con el ser del amor era inquebrantable. Pasó el tiempo y en este, debido a mi infortunio profesional, a las voces que hablaron mal de mí, y al escarmiento público al se le sometió por haberme apoyado y no enviado al infierno; hizo que en sus venas se desmembrara el sueño que nos contenía.
Lo inexplicable, la impotencia, el desasosiego y la herida que le acompañaba desde la niñez, sembraron en sus pasajes la desconfianza hacia mi persona. Dejó de escucharme, dejó de comprender mi concepción del amor, perdimos el diálogo. La tergiversación y lo ininteligible pasaron a transformar cada concepto en epitafio o sentencia de villanía. Olvidó la empatía por mi verdad. La rabia le invadió, la decepción, los miedos. En su ceguera, llegó al punto en el cual solo Whatsapp le importaba. No deseaba otra cosa que unos cuantos mensajes enviados desde mi ubicación en distintos momentos del día, sin considerar si las palabras o los audios yacían vacíos de psiquis o en formato de réplica atolondrada o amnésica. De este modo, si no escribía, se desataba el caos en el Elíseo. Y si compartía con mis amigos una o dos veces al año y por respeto a ellos no "whatsappeaba"; la mortificación psicológica era análoga al martirio de Sísifo. ¡Yo! ¡qué nací en una época donde los manuscritos y las cartas provocaban la alegría del espíritu!, ¡donde no había nada más bello que llegar a tocar el timbre o la puerta de una casa inesperadamente y luego salir a la calle sumidos en un Carpe Diem!
Tardé en tomar conciencia de que la incomprensión siempre gana.
Ahora bien, cuando se trataba de su persona y de sus prioridades, las reglas en torno al Whatsapp no eran las mismas. En este aspecto, este sí podía gozar del derecho de enviar mensajes o no emitir señales de vida. Jamás le amonesté ni cuestioné por aquello. El respeto que ostento por la libertad es superior a todo lo natural y a cualquier sino refulgido de egocentrismo.
Mi cuerpo yace anquilosado actualmente. La anemia, las patologías que aparecieron de repente y que están asociadas al campo ginecológico, las problemáticas laborales o existenciales, el estrés que eso desencadenó, las muertes de mis más queridos que no han dejado de pronunciarse a lo largo de los años, el burnout habitado tras mi tesis doctoral, y las dificultades para dormir, trastocaron el desenvolvimiento habitual de mi pulso de un modo arrollador. El agotamiento se ha tornado un derribo constante y desde un tiempo a la fecha, me ha subyugado a padecer en la nada gran parte del día.
El automatismo me posibilita hacer acciones como darle comida a mi perro. Y claro, la familia, los amigos de la distancia, los "compromisos investigativos freelance ad honorem", alimentan la "kunstwollen" con un diagrama de realidad de complexión laxa.
Me siento mentalmente como Marcelo Mastroianni en algunas escenas de Fellini 8 1/2, pero claro, yo me aíslo del mundo y soy fiel, y no tengo el talento de Mastroianni ni de Fellini.
Mis intentos hoy por hoy se basan en cobrar impulsos para recuperar un poco la energía que me permita desplazarme y de esta forma sobrevivir. Re-establecerme en la Vía Láctea a nivel laboral y social.
Mis anhelos para con el amor son los de estar entera, íntegra, con todos los sentidos puestos y así enviar un mensaje a sus ojos, entregarme a sus letras, a su corazón, a su voz, a su vida.
En este aspecto, y volviendo a los párrafos precedentes, rememoro que aquel tesoro "Sol del mundo" del cual hube hablado; la mayoría de las ocasiones profería solo reparos al contestarme un Whatsapp que yo consideraba como un saludo íntegro.
Esa "piedra en el zapato" desmanteló lo que creía imposible, la adoración que nos profesábamos, y terminó tornando aún más débil el cuerpo. El agotamiento mental derivó en un ruido escabroso.
Las quejas tramaron una incesante niebla.
La impotencia me desquició, ninguna palabra cambiaba el tenor con el cual se enjuiciaba mi esencia. El centro del pecho comenzó a doler incansablemente.
Reflexioné que las inseguridades brotan cuando uno las crea. Si engañas, piensas que te engañan, porque aquello es el aprendizaje que te brindó tu propia experiencia basada en la adrenalina de la elección egótica. Cuando haces mal uso de redes sociales y contactos para pactar a escondidas; percibes que los demás hacen lo mismo. "El que tiene las hechas tiene las sospechas", como dice el dicho.
No me percaté en qué momento caí en el juego de que si no reportaba mis acciones por medio de Whatsapp durante distintos momentos del día, el ser a quien había entregado mi universo, pensaba que estaba con otro(a) en la cama.
No pude soportar seguir defendiendo mi verdad, y el martilleo constante de dar explicaciones siendo inocente, se transformó en desolación, agobio y desenlace.
La tortura del Whatsapp acabó con lo nuestro. Nunca quise faltarle el respeto pero lo hice. Mi cabeza explotó como el Vesubio en la Pompeya antigua. Estallé. Le dije las peores ofensas y desaparecí. No me permito la violencia, el descrédito, la desolación. Mas, soy humana y no pude más. No pude más amándole como le amo.
Hoy la soledad parece ser el faro. Esa antorcha del alma benedictina rendida al silencio monástico del abandono del mundo.
Mis deseos por lo pronto giran en torno a la compra de un bote inflable para salir a navegar –si acaso esa es la palabra– con mi perrito en el lago Puyehue o en las aguas del Leteo.
Y bueno, al volver a meditar en el ser del amor a través del calendario actual, creo verle obnubilado entre pares de su provincia. Quién sabe si acaso optó por la simpleza, la comodidad o el brindis conmovedor que ofrecen las plantas o el locus amoenus de ciudades vecinas.
V.K.
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