Los oídos no escuchan

 Vi que le hubo hablado pero el corazón ya no le respondía.
Sus oídos se habían hecho uno con la sordera.
El inutilismo de una guerra desmedida, la falta de perdón, el cargar con la vergüenza de haber pronunciado lo que nunca se deseó y carcome a diario la enseña vital del cuerpo, la sangre, la herida. El "abraso" final, el latido que llora, la agonía en el centro del pecho. 

¡Vi cómo le extrañaba!, ¡cómo intentaba acercarse!, ¡cómo el campo del concilio imploraba a sus impulsos!,
marcado por músculo del llanto, por la resaca de lo inconcluso, por el "nunca jamás".

¡Perdón, perdón, mil veces perdón!

Mas nada era suyo. Su aurora acababa en la dicha del otro.
En el ruego por la caricia benévola 
Por lo tierno
En el tiempo de la afinidad
En el beso entrante que llegó cuan dispuesto bajo el lazo sorpresivo de la luna
avalado por la luz del retoño 
A la vista de Atenea inmortal.
 
La alabanza continúa en su nombre
Deseando abolir los tiempos oscuros.
Deseando entenderle sin señas de alud
Deseando sonreír a su esencia
Y alimentar sus sueños de eternidad en eternidad.

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